Fundada en 425 por Pedro, sacerdote de Iliria, en un antiguo Titulus Sabinae, probablemente de pertenencia de la matrona Sabina, luego identificada con la santa homónima.
La basílica fue restaurada por el papa León III y más tarde por el papa Eugenio II, que la embelleció con la escuela cantorum.
Debido a la posición privilegiada que permitía el control del área de abajo y de una parte del curso del Tíber, en el siglo X, la basílica se convirtió en una residencia fortificada de algunas familias nobles, los Crescenzi primero y los Savelli después.
En 1219, el Papa Honorio III otorgó la iglesia y parte del palacio a S. Domingo di Guzmán, fundador de la Orden Dominicana, quien vivió y trabajó aquí; en esa ocasión se construyeron el campanario y el claustro.
En 1587, la basílica fue completamente transformada por Domenico Fontana en nombre de Sixto V. A principios del siglo XX, Antonio Muñoz le devolvió su aspecto medieval antiguo, eliminando las superestructuras barrocas, tanto que, actualmente, Santa Sabina en el Aventino representa el ejemplo perfecto de una basílica cristiana del siglo quinto.
La fachada arqueada, precedida por el atrio, está sostenida por cuatro columnas antiguas de mármol y cuatro de granito, en las que se recogen fragmentos de piedra, sarcófagos de la era imperial y restos de antiguas barreras.
El portal mediano de la iglesia tiene un hermoso contorno de mármol de la época clásica y está cerrado por preciosas aldabas de madera de ciprés, que reproducen en relieve escenas del Antiguo y Nuevo Testamento.
El interior de la basílica, luminoso, vasto y solemne está dividido en tres naves por veinticuatro columnas corintias estriadas. De la decoración original del siglo V solo queda una gran banda de mosaicos con una inscripción en hermosas letras doradas sobre un fondo azul, que lleva los nombres de Pedro de Iliria y del papa de la época, Celestino I.
A la derecha del portal de madera hay una columna que indica el lugar donde, según la tradición, San Domingo solía transcurrir las noches en oración y encima del cual hay una piedra de basalto negro, probablemente una pesa romana.
La leyenda nos dice que el diablo, tolerando mal la intensa piedad con la que solía rezar Santo Domingo en el sepulcro que contenía los huesos de algunos mártires, le arrojó esta piedra, que no golpeó al santo sino que rompió la lápida que tapaba el sepulcro.
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