Libertad de transgresión
Un periodo de alegre y contagiosa locura colectiva durante el cual es posible romper las rígidas normas diarias habituales y se permite cualquier cosa -juego, broma y simulación-ante el Miércoles de Ceniza con el que empiezan todos los ayunos cuaresmales y la penitencia preparatoria a la Pascua. El Carnaval es, en su esencia, una fiesta relacionada tanto con el mundo católico como con el cristiano. Por eso, según muchos, tiene un antecedente directo en los antiguos Saturnales, celebrada en Roma hasta la época tardoimperial y aderezada con banquetes, sacrificios, bailes y disfraces: en unos días el mundo se revolucionaba, se suprimían las diferencias sociales y los siervos tenían la posibilidad de sentirse transitoriamente hombres libres.
Palios, carruseles y carne en abundancia
Si se archiva fugazmente la imagen del esplendor de Venecia, Viareggio o Ivrea, es posible comprender que existió una temporada en la que fue Roma quién se encargó del Carnaval, durante mucho tiempo, a partir de la Edad Media. En el siglo XII, y según las fuentes, con ocasión del conocido como "ludus carnevalarii", el Papa cabalgaba hasta Testaccio, junto con el prefecto y los caballeros de la ciudad, con el fin de seguir las celebraciones propiciatorias, en tanto que las grandes estirpes de Roma y de las ciudades limítrofes se enfrentaban en duelos, palios, burlas, tauromaquias y diversas pruebas con animales. La calle estaba llena de gente, no sólo para ver la cadena de espectáculos y presentaciones, también con el fin de aprovisionarse de carne en forma gratuita. Uno de los espectáculos más seguidos por el pueblo era la "ruzzica de li porci" (carretones de cerdos): desde la cima del sagrado Monte dei Cocci se lanzaban carretones con cerdos, en tanto que los habitantes del valle se peleaban por los animales, vivos o muertos. Igualmente, se celebraban torneos de caballeros en la Piazza Navona, que en ese periodo constituía la explanada de Agone.
La Ruta del Carnaval
Sin duda, Roma se convirtió en la capital mundial del Carnaval desde mediados del siglo XV, con la subida al trono papal del cardenal veneciano Pietro Barbo con el título de Pablo II. Hombre enérgico y proactivo, pero al mismo tiempo gran exhibicionista, el cardenal encargó la construcción del gran palacio que enriquece Piazza Venezia donde trasladó su lugar de residencia. A partir de ese momento, el centro neurálgico de la ciudad, y del Carnaval, pasó a ser la cercana Via Lata, la zona urbana de la antigua Via Flaminia: el 9 de febrero de 1466 la ciudad acogió un espectacular carnaval de estilo renascentista, con desfiles alegóricos que se inspiraron tanto en la tradición romana como en la mitología clásica, y que costó 400 florines de oro. Aunque el largo y recto camino entre la Porta del Popolo y la Piazza Venezia resultaba igualmente apropiado por otro tipo de manifestaciones: gracias a estas competiciones particulares, la Vía Lata adoptó su nombre moderno de Vía del Corso. El Papa emitió una bula en la que se estipulaba que debía celebrarse una carrera en cada uno de los ocho días no festivos del periodo de carnaval. Competían caballos, asnos y búfalos, así como jóvenes, ancianos, niños y judíos: un espectáculo funambulista, bizarro y grotesco, tan descontrolado como el Carnaval de sus comienzos, parcialmente suspendido por el Papa Clemente IX en 1667.
La carrera de los caballos bereberes
La carrera más aclamada, que permaneció inalterada salvo algunas excepciones hasta al año 1882, siempre ha sido la de los caballos bereberes, caballos de origen africano muy veloces, que se elegían y adiestraban debidamente. Los caballos "sacudidos", es decir, sin jockeys, se agrupaban en la Piazza del Popolo, donde se efectuaba la salida o "mossa". Despertados y molestos por los alfileres insertados en las bolas de brea, los caballos estaban incitados, entre los gritos de la multitud, a emprender una furiosa y descompensada carrera recorriendo el tramo recto ("carriera") hasta la Piazza Venezia, dónde se marcaba con una pancarta el límite del recorrido. Aquí los caballos eran mantenidos, aunque muy difícilmente, gracias a los "bárbareschi", los chicos de los estables ("recuperación"). Como es natural, los caballos eran de propiedad de la aristocracia romana más relevante (como las familias Altemps,Gabrielli y Rospigliosi), pero entre ellos también figuraban diversos apasionados y otros pequeños vendedores: el caballo triunfador era recompensado con un paño tejido, que la comunidad judía se encargaba de financiar obligatoriamente. Esta celebración se esperaba con tanta curiosidad que las plazas del recorrido se disputaban con bastante antelación. Los más ricos contemplaban el espectáculo desde las tribunas construidas en la plaza o desde los miradores y balcones de los palacios, adornados con cortinas y brocados y, a menudo, alquilados a un elevado preci; los menos pudientes contemplaban el espectáculo a lo largo de las abarrotadas laderas del Pincio. Naturalmente, la furia de los caballos, combinada con la excitación de la masa ávida de emociones, provocaba numerosos incidentes, algunos de ellos mortales.
Muerte a todos los que no lleven la vela!
Al atardecer del martes de Carnaval, la fiesta terminaba con un último evento: un baño de luz y de espectadores invadía el Corso coreando "Mor'ammazzato chi nun porta er moccolo" (¡Muerte a todos los que no lleven la vela!). Por eso, se celebraba la “Fiesta de los "moccoletti": los participantes en esta fiesta salían de casa bien disfrazados y llevando un velo (una linterna, una vela o incluso un linternillo), el llamado "moccoletto", independientemente de su tamaño, tan fino como una "cola de ratón" o tan grande como un " velo de Pascua".
En el feroz frenesí colectivo, todo el mundo intentaba apagar la luz de su prójimo aunque manteniendo la suya propia iluminada. Si te quedabas con una vela sin encender,tenías que quitarte la máscara inmediatamente y exponerte a los insultos y burlas, independientemente de la clase a la que pertenecieras. La fiesta, que comenzó a finales del siglo XVIII, representaba una especie de funeral simbólico del Carnaval y tenía una fuerte connotación ritual y también emblemática. Además, entre la multitud, protegida por las máscaras, pasaba de todo: bromas despiadadas, robos, puñaladas, traiciones matrimoniales.
Máscaras en libertad
La atmósfera de libertad y excentricidad del Carnaval se veía acentuada por las propias máscaras, tras las cuales se desvanecían misteriosamente la personalidad, el género y la posición social. Entre las máscaras tradicionales se encontraban Rugantino, el matón de Trastevere con pantalones sucios y el insustituible pañuelo al cuello, Meo Patacca, el noble crédulo Cassandrino, Don Pasquale de' Bisognosi, el doctor Gambalunga, el general Mannaggia la Rocca que dirigía un ejército de vagabundos, presumiendo de hazañas nunca cumplidas, la gitana y la Pulcinella romana , claramente inspirada en la cultura de la ciudad. Entre las máscaras tradicionales se encontraban Rugantino, el matón de Trastevere con pantalones sucios y el insustituible pañuelo al cuello, Meo Patacca, el noble crédulo Cassandrino, Don Pasquale de' Bisognosi, el doctor Gambalunga, el general Mannaggia la Rocca que dirigía un ejército de vagabundos, vanagloriándose de heroicidades nunca realizadas, el gitano y el Pulcinella de Roma, de evidente inspiración napolitana.
Todo el mundo se disfrazaba: los menos pudientes trabajaban con su imaginación y, sin duda, las personas importantes, los artistas famosos, los escritores y los músicos también sucumbieron al encantamiento del disfraz. En 1821, pasará a la historia el camuflaje como músicos ciegos itinerantes que hicieron el que sería ministro italiano Massimo d'Azeglio, Gioacchino Rossini y Nicolò Paganini: sobre una música creada por Rossini, d'Azeglio interpretaba una cancioncilla infantil mientras los otros lo acompañaban con la guitarra disfrazados de mujeres. Y en el Carnaval de 1827, Giuseppe Gioacchino Belli desfiló por el Corso en un coche, promocionando a gran voz su "elixire nuperrimo”, apto así para curar cualquier dolencia.
Cuatro siglos de locuras de lujo
El Carnaval en Roma, caracterizado por sus procesiones, desfiles, danzas, tiro de "confetti" ( esferas de yeso de colores) y "sbruffi" (confeti de hoy), burlas, fiestas, espectáculos y espléndidos festines públicos, representa por más de cuatro siglos un acontecimiento extraordinario que marcó la existencia, la distracción, la cultura y el talento artístico de la ciudad. Conquistó y fascinó a pintores, poetas, escritores (Sangallo, Bramante, Rafael, Miguel Ángel, Tasso, Goldoni y muchos otros) incluso a famosos viajeros extranjeros que visitaban la ciudad. La euforia colectiva de este evento, su ambiente y su colorido entusiasmaron, por ejemplo, a Stendhal, Dumas, Dickens y Andersen. Goethe, que asistió al Carnaval en 1788, lo describió como "una fiesta que el pueblo se da a sí mismo" en la que todos pueden ser tan "locos y extravagantes como quieran" y en la que "excepto pegar y apuñalar, todo está admitido". El pueblo romano en sí mismo constituía el elemento principal e irremplazable del carnaval, gracias a su vitalidad sanguínea, su creatividad y su óptica irónica y desencantada. El declive del Carnaval se inició sólo con la llegada de los Savoya a Roma en 1870: por razones de seguridad, se prohibieron gradualmente gran parte de las habituales celebraciones, consideradas motivo de graves incidentes (la carrera los caballos bereberes, en primer plano). El cambio en el Palacio era en efecto demasiado reciente y no permitía, aunque fuese en forma de burla, que se infrinjan las nuevas disposiciones.
Imagen de portada: Sovrintendenza Capitolina - Ippolito Caffi, Festa dei “Moccoletti” al Corso, 1845-1847, Museo di Roma in Trastevere