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El Campidoglio: la colina de las leyendas

Statua equestre di Marco Aurelio

A pesar de ser la más baja y la más pequeña de las siete colinas de Roma, la colina del Campidoglio es, probablemente, la más relacionada con los acontecimientos históricos de la ciudad. Antiquísimo pueblo, el Campidoglio fue el lugar elegido para construir numerosos templos dedicados a los dioses romanos y foco de las actividades políticas y religiosas de la urbe.

La roca del oro, del castigo y de la traición

Según la leyenda, en la época de la fundación de Roma, la colina fue conquistada por los “Sabinos” con la ayuda de Tarpea, hija de Spurio Tarpeio, el guardián de la fortaleza del Campidoglio. La joven traidora, abriría las puertas de acceso a la ciudad a cambio de las armellas y brazaletes de oro que los enemigos llevaban en el brazo izquierdo. Sin embargo, Tarpea no tuvo suerte y fue a su vez traicionada por los mismos Sabinos, quienes, ya dentro, no le dieron sus joyas si no más bien golpes de escudos hasta matarla. Muy probablemente, la historia tiene su origen en la Diosa Tarpeia de Mons Tarpeieum, sobre la cual se levantaría la estatua de la divinidad tutelar, puesta como trofeo sobre un montón de armas. En la antigüedad, el lugar, llamado Saxum Tarpeius o Rupe Tarpea, fue tristemente utilizado como despeñadero desde el que fueron arrojados los culpables de delitos de traición.

¡Un ejército de gansos!

Uno de los episodios más famosos de la historia del Campidoglio está sin duda ligado a los simpáticos palmípedos y al Saqueo de Roma del 390 a.C. El 18 de julio, los Galos derrotaron a los Romanos cerca del río Allia, alcanzando y saqueando la ciudad en los tres días siguientes, y asediando la colina Capitolina, donde todos los que no habían huido con el avance del enemigo se habían refugiado. Aquí, según la leyenda, los gansos sagrados consagrados a la diosa Juno, los únicos animales que no habían sido sacarificados por los sobrevivientes hambrientos, perturbados por la tropa hostil, comenzaron a graznar para alertar a los soldados de guardia. Fue así como los gansos del Capitolio defendieron nuestra famosa roca y salvaron la colina emblema de Roma. El acontecimiento fue interpretado como una intervención divina de la diosa, a quien entre 353-344 a.C. se le dedicó el templo de Juno Moneta (moneda o amonestadora), sede de la primera ceca (taller de la moneda que lleva el nombre del templo, y del cual nuestra moneda recibió su nombre).

Vino y divino

Obeliscos, templos, estatuas e incluso una pirámide: desde el siglo I a.C., la antigua Roma fue objeto de una verdadera “egiptomanía”, tras la conquista del territorio por Julio César y Augusto. Entre los tetimonios egipcios en la ciudad, que han llegado hasta la actualidad, cabe mencionar a los dos magníficos leones de basalto del Iseo Campense, el templo dedicado a las deidades Isis y Serapis levantado en el Campo Marzio por Domiciano. Las estatuas, colocadas inicialmente en la entrada de la iglesia de Santo Stefano del Cacco, en 1562 fueron donadas por el Papa Pío IV Medici al pueblo romano para decorar la Cordonata de Miguel Ángel, la imponente escalinata que permitía un fácil ascenso incluso a los caballeros. En 1587, cuando se llevó a acabo el Acqua Felice en la colina capitolina, los leones fueron transformados en fuentes, y se colocaron dos calices de travertino al frente. Con motivo de ocasiones especiales o fiestas solemnes, de las bocas de los felinos escultóricos, en lugar de agua, brotaba vino blanco y tinto de los Castelli Romani para alegrar al pueblo romano.

Una profética lechuza

En el centro de la magnífica Piazza del Campidoglio diseñada por Buonarroti destaca elegante y severo uno de los emblemas de Roma: la estatua ecuestre de bronce dedicada al gran emperador- filósofo Marco Aurelio. Conocido simplemente como Marc’Aurelio o Marcurelio, el monumento es el único entre las veintidós “equi magni” o grandes estatuas ecuestres, que ha llegado intacta hasta nuestros días porque se creía que el personaje representabo era Constantino, el primer emperador cristiano. Probablemente eregida en el 176 d.C. en el Foro Romano o en la plaza del templo dinástico que rodeaba la Columna Antonina, la estatua fue trasladada desde el Letrán en 1538 hasta la Colina Capitolina por voluntad del Papa Pablo III Farnesio.
De poco más de 4 metros de altura, realizada en bronce y originalmente cubierta por un dorado, oculta una de las más temidas supersticiones del pasado, atada al mechón de pelos entre las orejas del caballo, llamado “lechuza” por los romanos. Convencidos de que la estatua ocultaba un verdadereo manto de oro, los romanos temían que el mal tiempo pudiese hacer realidad la leyenda de “Marco Aurelio descubre en oro”: cuando la estatua huebiera devuelto todo el oro, la “lechuza” cantaría anunciando el fin de Roma y del mundo entero. No sabemos si fue por el valor de la obra o a modo de conjuro que, tras la colocación de la escultura, el pontífice instituyó el título de Guardián del Caballo, un prestigioso encargo que se recompensaba simbólicamente con bienes de diverso tipo, tales como pimienta, vino, cera, agasajos y almendras azucaradas. Huellas de la antigua capa de oro son todavía visibles en el original, ahora conservado dentro de los Museos Capitolinos y reemplazado en el centro de la plaza por una copia de bronce hacia finales de los años noventa.

Sagrado y profano: una calavera, tres libros y un tesoro

Uno de los edificios más legendarios de la colina Capitolina es sin duda el Templo de Júpiter Capitolino, dedicado a la Tríada compuesta pour Júpiter Óptimo Máximo, Juno y Minerva, de los cuales hoy casi no queda nada, a excepción de una parte de la platea y del podio visibles en el área del Palazzo Caffarelli, dentro de los Museos Capitolinos. El templo tiene orígenes antiquísimos: fue construido en el siglo VI a.C. por los etruscos Tarquinio Prisco y Tarquinio el Soberbio, respectivamente quinto y séptimo reyes de Roma. Se narra que, durante los trabajos de excavación, se encontró un “caput humanum integra facie”, una cabeza humana con el rostro intacto, para algunos el cráneo del líder etrusco Aulo Vibenna, para otros la cabeza de una estatua, tal vez de la diosa Tarpeia, madre de todos, diosa de la guerra y de la muerte.
El hallazgo despertó asombro y perplejidad: para resolver el arcano, fueron consultados los aurúspices, los sacerdotes que interpretaban las entrañas de los animales sacrificados. Después de varios intentos, se llegó a la conclusión que la cabeza indicaba que Roma se convertiría en “caput mundi”, la capital del mundo.
La divinización y el templo siempre estuvieron estrechamente vinculados: no por casualidad, en un contenedor de piedra escondido en el sótano del interior del edificio sagrado, se guardaban los Libros Sibilinos, una colección de oráculos en lengua griega que según la tradición la Sibila de Cuma había vendido a Tarquinio Prisco o Tarquinio el Soberbio. Los tres textos, que se habían perdido, fueron consultados a petición del Senado por los Quindicemviri, un restringido colegio sacerdotal, para encontrar la “fata et remedia romana”, el prodigio y el remedio romano, en casos particularmente graves, para conjurar crisis futuras, alejar la ira de las divinidades o restaurar la paz entre las últimas y los Romanos.
Pero las historias y las leyendas no acaban aquí: según la tradición, un inmenso tesoro se escondería debajo del antiguo santuario, cuyo techo estaba cubierto con láminas de oro. Regalos de reyes, objetos preciosos, oro y plata que, a pesar de las investigaciones, excavaciones y demoliciones que han afectado a la zona, nunca salieron de nuestra tierra.

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